El malestar psíquico es una dimensión de la salud que aún se mantiene estigmatizada y esto se expresa de diversas maneras en la vida cotidiana, como considerar problemas de salud mental como parte “normal” de la vida. La depresión, por ejemplo, en sus diferentes formas y grados afecta a millones de personas en el mundo y es la principal causa de discapacidad, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Ante ese escenario emerge un interrogante que nos interpela: ¿Cuánto nos cuesta a nivel individual pero también como sociedades, seguir tapando, ignorando o estigmatizando los diferentes aspectos que hacen a la salud mental y al bienestar?
Un trabajo en la prestigiosa revista Scientific American, alertaba sobre un tema que se viene estudiando cada vez con mayor interés: el enorme impacto económico que ocasionaba la depresión.
En la vida cotidiana nos encontramos frente a situaciones que nos cuestionan, ponen en juego nuestros mecanismos adaptativos de confrontación, que podemos considerar desde estresantes, hasta promotoras de ansiedad (“me pone nervioso”) o inclusive traumáticas, que generan consecuencias psíquicas y físicas, tanto de ellas en sí mismas como particularmente de nuestra respuesta a las mismas.
Así, dificultades en la vida diaria de todo tipo, penurias económicas, una crisis crónica interminable o violencia social bajo sus múltiples manifestaciones entre otras, terminan modificando la estructura vital de los individuos a tal punto que un estilo de vida cada vez más limitado se va aceptando y naturalizando como normal.
Sin embargo las alarmas suenan constantemente manifestándose bajo la forma de diferentes cuadros de estrés y sus manifestaciones tanto psíquicas como físicas. Entre estas están las manifestaciones clínicas como ansiedad de cierto tipo o depresión por ejemplo, que son las que vemos, que emergen, y en muchos casos son lo único que el individuo puede percibir o quizás solo padecer sin siquiera ser consciente de ello.
De esta manera se presentan los trastornos de ansiedad, que muestran también un universo de síntomas y malestares clínicos, desde cuadros de ansiedad generalizada, o miedos que terminan irrumpiendo en la vida de manera patológica, fobias de diferentes y múltiples tipos, o ataques de pánico, cuadros obsesivos y la lista puede ser interminable.
Ese estado de alarma permanente, esa alarma que no deja de “sonar” por todo nuestro ser, en nuestra mente, emociones y cuerpo, nos impide cualquier tipo de anclaje estable que es el fundamento indispensable para una vida con un nivel básico de estabilidad necesario para desarrollar la vida de todos los días.
Al mismo tiempo las medidas para recuperar el equilibrio, estabilizarse, es decir la lucha contra ese estado de alerta y alarma constante, son a su vez causa del mantenimiento, y del incremento de esa manifestación que emerge, el cuadro clínico. La búsqueda, a veces desesperada, redunda en aparentes soluciones por cualquier medio: alcohol, automedicación, distracción, desconexión, aturdimiento.
Esa necesidad de generar más “ruido” externo para intentar tapar el “ruido” interno, en realidad solo genera eventualmente una ilusión de alivio temporal que necesita cada vez más de esa desconexión, así entrando en una espiral que incrementa el malestar. Ese estado que perdura en el tiempo y se transforma en crónico, inevitablemente en muchos casos, lleva a un estado de agotamiento en todas las esferas, o aspectos de las personas, y eso se expresa en muchos casos como depresión.
La depresión mayor, por ejemplo, es un conjunto sintomático en el cual no todos los cuadros clínicos logran cumplir los criterios requeridos por las guías nosológicas de clasificación de enfermedades mentales. Por otra parte, lo que llamamos comúnmente o coloquialmente depresión, se trata en general de un abanico de síntomas común de sensaciones de tristeza, síntomas psicosomáticos, cansancio, vacío existencial, irritabilidad (en el caso de pacientes hombres muy habitual como primer síntoma descartado en razón de cuestiones culturales y a veces síntoma olvidado que confunde y cubre el real cuadro de base), acompañado por cambios comportamentales y cognitivos que afectan en definitiva el funcionamiento real y la vida diaria del individuo.
Esta interferencia con el devenir diario normal, representa una complicación creciente para nuestras vidas y ese empobrecimiento vital, existencial consecuente, termina siendo la normalidad. Todo esto se suma al propio y específico padecimiento de estos cuadros ya sean del espectro de la ansiedad o depresión o muy frecuentemente ambos.
Quienes tienen medianamente resueltos temas que hacen a la subsistencia básica, pueden ver con claridad cómo la existencia de quienes no la tienen resulta en unas condiciones de vida extremadamente acotadas, pero quizás no podamos apreciar en qué medida nuestro propio crecimiento o desarrollo ha quedado detenido y hasta en algunos casos deformado por la carga que representan esos padecimientos, estrés, ansiedad, depresión, transformados en norma.
Antes señalaba, utilizando la palabra abanico o espectro de la depresión, un gradiente que va desde formas menores o con pocos síntomas a formas aparentemente mayores que se manifiestan más claramente y son aceptadas como tales. De allí la dificultad en percibir y aceptar las formas menores pero que de todas maneras generan un costo de todo tipo para las personas. La depresión, al igual que la pobreza, no es un aspecto único y aislado que uno pueda determinar exactamente dónde comienza y dónde termina, tristeza en un caso, menor dinero en otro, sino un condicionante existencial que nos fija en un diferente nivel de limitaciones en cada caso.
El costo de estos cuadros persistentes, ya formando parte de la vida cotidiana es difícil —sino imposible— de ponderar, de medir o evaluar de forma certera. De alguna manera en esa naturalización de una vida que se va volviendo más limitada, el empobrecimiento de los diferentes factores que hacen parte de nuestra vida, pasa a ser tomado como parte “normal” de ella.
Sin embargo, como todo aquello que es intangible, es de magnitud imprevisible. Hay preguntas que quedan sin respuesta en su carácter potencial e hipotético; en el caso de ser formuladas por el que lo padece, son agravantes de la situación, y en el de serlo por quienes evalúan el costo de la depresión para las sociedades, como de difícil respuesta: ¿Cuál podría ser o haber sido la vida?, ¿qué proyectos podría haber llevado a cabo?, ¿cuántas ilusiones y planes fueron consideradas fantasías y así abandonadas, por la falta o el agotamiento de ese impulso vital indispensable a la vida?
Por la experiencia clínica, siguiendo lo que llamamos la evolución natural de una enfermedad, es decir sin una detección y consecuente asistencia específica, en muchos casos observamos cómo la vida de esas personas evoluciona gradualmente en una espiral descendente, en la cual en algunas oportunidades inclusive la única variable que parecemos considerar, la económica, está visible y progresivamente deteriorada.
A escala social esto obviamente no es solo la suma de esos malestares individuales, sino que se potencia. En definitiva es esto lo que hace a la riqueza de una sociedad. La calidad de vida, el bienestar, la felicidad si se quiere, son variables que parecen ajenas, pero son basales para la prosperidad de los pueblos. Vemos frecuentemente el interés que despiertan los índices ya no solo de calidad de vida, sino de felicidad en el mundo.
En estos días se publicó el último índice de felicidad y es de nuevo Finlandia, el país que ocupa el primer puesto por sexto año consecutivo entre 150 países. En ellos la Argentina ocupó el puesto 56. Frecuentemente los mismos países ocupan los puestos de privilegio y ello ha llevado a investigar qué factores son comunes, más allá de suponer que se trata de un tema económico u otra variable aislada. Estos países parecen haber entrado un buen equilibrio entre educación, salud, bienestar económico, trabajo etc. y entender el valor social y especialmente económico del bienestar emocional, o si queremos plantearlo de manera inversa, desde hace décadas evalúan el costo de no invertir en medidas que potencien de manera directa e indirecta la salud mental y el bienestar en general.
Aún si consideramos solamente las variables económicas, la afectación en el mundo laboral se traduce en pérdidas económicas cuantificables, desde ausentismo a baja de rendimiento de las empresas u organizaciones, o el costo de los conflictos sociales que se puede cuantificar y ver más fácilmente sólo tomando en cuenta el dinero que pierde un país en un día de paro laboral. Quizás empezar a darse cuenta que ese detenimiento vital, individual inclusive, consiste en una especie de múltiples micro paros, u obstáculos en el flujo de una sociedad, y eso permite entender cómo el caudal de todo tipo de recursos se vea disminuido.
La salud mental, el bienestar, la calidad de vida, han sido y siguen siendo factores que si bien declamados constantemente, al igual que las virtudes, todos están de acuerdo pero pocos entienden su real importancia y lo indispensable que son.
Seguimos en nuestra existencia como sociedades buscando “atajos” y engaños a la realidad, imaginando que pueden resultar sin consecuencias. Con respecto a nuestro bienestar, nuestra salud mental, creemos que “la máquina” seguirá funcionando sin costos ni secuelas. De la misma manera a la escala social. Quizás si pudiéramos efectivamente cuantificarlo nos daríamos cuenta del enorme precio que pagamos por no valorar y exigir sea valorada nuestra propia vida.
Un estudio reciente encabezado por Paul Greenberg llamado “El impacto económico de la depresión en adultos en Estados Unidos” extrapolaba las diferentes variables y según diferentes cálculos concluía que el costo de la depresión en 2018 había sido de varias decenas de miles de millones de dólares para la economía estadounidense. Varios trabajos, del mismo autor y otros, señalan este factor, la depresión como la primera causa de discapacidad y entre las que generan los mayores impactos en la economía de los países.
Quizás en sociedades en las que solo interesa lo material, lo tangible y “el dinero es rey”, debamos empezar a observar cuánto nos cuesta en lo personal y en lo social, la depresión, la ansiedad, en suma, el malestar psíquico. La lectura es que a título individual y personal, aun si no es una prioridad en la políticas públicas o siquiera es considerada la salud mental, comencemos a ver los costos inclusive económicos si solo esto cuenta, de un estado de malestar crónico.
FUENTE:
www.infobae.com